Repetir cual papagayo

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Hoy les quiero contar una anécdota curiosa, o quizás debería decir vergonzosa. Seguramente ambas. ¿Se acuerdan de cuando estábamos en el colegio y en clase de lengua tocaba dictado? A mí me resultaba una tarea algo confusa. Por un lado, me suponía mucho esfuerzo porque no oía bien las palabras, a pesar de las numerosas repeticiones y mi absoluta predisposición a escuchar a la profesora; por aquel entonces no era consciente del todo de mi incipiente déficit auditivo. Por otro lado, me parecía un ejercicio un tanto insulso, no entendía bien qué podía aprender de transcribir un mensaje repetitivo cual papagayo.

Tengo grabado a fuego una ocasión en la que la profe se disponía a comenzar a dictar y no parábamos de interrumpirla, ese año éramos un grupo ciertamente revoltoso. El dictado no avanzaba de la tercera palabra y la profesora estaba perdiendo la paciencia. De repente, tras la decimoquinta interrupción un chico se levantó del asiento y gritó: “¡seño, seño, ¿puedo ir al baño?!”. “¡Y un camión!”, le replicó enfurecida la señorita, e inmediatamente después mi compañero de pupitre, ajeno a todo contexto y alzando la mano preguntó:  “y un camión va con exclamaciones, ¿verdad?”. La profe, resignada, dio carpetazo y nos puso a leer en silencio la página ciento ochenta del libro del texto.

Años más tarde durante el instituto y la universidad, agradecí a los dictados y la lectura ser capaz de no cometer casi nunca faltas de ortografía. Pero sobre todo, aprendí que para mí, aunque en otros contextos, me iba a resultar muy útil aquello de repetir. En concreto repetir lo que hacían los demás.

Seguía perdiendo audición progresivamente, y por ejemplo cuando estábamos un grupo numeroso en un ambiente con mucho ruido ambiental como eran los pasillos, era incapaz de escuchar con exactitud las conversaciones, por lo que aprendí a reírme convincentemente cuando el resto lo hacía. Cuando tocaba realizar los ejercicios de educación física, no escuchaba las explicaciones de los mismos, por lo que imitaba mis compañeros. O en otro caso, no oía las instrucciones previas en aquellos exámenes multitudinarios e intentaba intuirlas en base a los movimientos ajenos. En uno de ellos, recuerdo como tras atender a tales directrices, dos compañeros cogieron sus mochilas y se dirigieron hacia el encerado, yo hice lo propio dispuesto a dejar todas mis cosas salvo dos bolígrafos, sobre la tarima del maestro como en algunas ocasiones demandaban. Cuando llegamos a la altura del escritorio del examinador, ambos compañeros abrieron la puerta de la clase y abandonaron el examen, yo me quedé desconcertado por un segundo sin saber cómo reaccionar, pero proseguí con mi idea inicial depositando en el suelo mis pertenencias y volviendo dignamente hacia mi asiento . El profesor me miró algo extrañado, pero creo que nadie se percató de mi confusión, más allá de transmitir una extraña intención de dejar patente mi predisposición a no copiar.

Ya entrada mi vida adulta, acuciaron mis problemas auditivos y decidí apuntarme a clases de zumba, ¿qué podía salir mal? Música a gran volumen, muchos espejos y varias personas a las que seguir sus movimientos. Sonaba divertido, mejoraría mi equilibrio, mi coordinación, mi forma física y mi autoestima. El primer día fue un auténtico desastre, todo el mundo me decía que era lo habitual ir un segundo por detrás, que ya vería como en cuanto me aprendiese los pasos, iría al mismo ritmo que los demás. Era verdad,… a medias, yo iba por lo menos tres o cuatro segundos retrasado, no escuchaba ni por asomo los avisos previos del nombre de cada paso que venía a continuación a pesar de los gritos del monitor, y tampoco era capaz de apreciar incluso a tal volumen musical, los graves de las canciones que marcaban el ritmo de la coreografía.

Tras varias semanas y mucho empeño, conseguí convertirme en un digno alumno. Me aprendí cada paso e intuía el siguiente gracias a la mecánica gestual rutinaria del profesor. Me convertí en su sombra. Cuando el curso llegaba a su fin, se anunció que realizaríamos un espectáculo de coreografía final que sería grabado con el fin de servir de ejemplo a cursos futuros, pero por motivos audiovisuales no todos podíamos participar, sólo la mitad de la clase, los mejores. Me había costado tanto y me sentía tan orgulloso de mis progresos, que tenía que lograr entrar en el selecto grupo de elegidos.

Con el objetivo entre ceja y ceja, me afané con todas mis fuerzas en convertirme en una fotocopia del monitor, y finalmente llegó el día del último ensayo y la elección. Me coloqué justo detrás del profesor y me dispuse a demostrar mi capacidad a plena concentración. Cuando la coreografía llegaba a su fin y sonaban los últimos compases de la canción, el monitor lleno de euforia y energía, dio un paso adelante y saltó realizando una voltereta en el aire espectacular. Aún mientras él caía, repleto de confianza e inercia y absorto en mi imitación, me lancé a copiarle el movimiento cual papagayo sin percatarme que no formaba parte de la coreografía. Justo se hizo el silencio tras acabar la canción, y por supuesto acabé de bruces entre el suelo y el espejo, mientras me observaban infinitas miradas y carcajadas reflejadas. Me recompuse lo más rápido que pude y afirmé: “¡tranquilos, que mañana lo repetiré mejor!”.

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